La incertidumbre como destino político
Fabián Ludueña Romandini[1]
I.
La incertidumbre, ciertamente, no es una recién llegada en la arena de los afectos humanos. De hecho, en cuanto tal, puede ser una pasión política y cognoscitiva de primer orden. Sin embargo, es sólo con la Modernidad que se ha transformado una auténtica Stimmung epocal. En el primer tercio del siglo pasado, Martin Heidegger hablaba del “derrumbamiento (Absturz)” que sufría el Dasein frente a un mundo que se le tornaba incomprensible (HEIDEGGER, 1927, p. 178). Seguramente, el fenómeno de la expansión de la forma-mercado como intensidad rectora de las relaciones humanas ha contribuido a dicho derrumbamiento. El mercado no sólo es, como señalaba Marx, la “biografía del capital (Lebensgeschichte des Kapitals)” destinada a reemplazar cualquier estructura política precedente (MARX, 1962, p. 161) sino que asimismo se trata de un elemento que moldea la biografía individual de todos los habitantes del orbe hasta en los rasgos más íntimos de su aparecer.
En este sentido, el mercado no constituye tanto un relevo del contrato político clásico que fue, por un tiempo, la piedra de toque del orgullo moderno pues, finalmente, el adjetivo “político” nunca pudo opacar por completo que el sustantivo rector “contrato” ya escondía, en sí mismo, la economización de las relaciones político-sociales. Antes bien, resulta fructífero concebir al mercado como un auténtico operador metafísico que transforma a los sujetos en cosas y, a estas últimas, les abre las puertas de un mundo desubjetivado. En tanto prolífico formador de mundos, el mercado se transforma, mutatis mutandis, en un desertificador universal. No en vano Lenin veía en el mercado una propensión irrefrenable a lo ilimitado y Hegel encontraba en él la antesala de las nuevas guerras por venir (HEGEL, 2002, p. 385).
Ante el rizoma aplanador del mercado (aún con todas las desigualdades que genera), la evaluación genera una jerarquía cuya función es vacía y predeterminada a priori. Cualquier sujeto la puede llenar. En este contexto, mercado, management y evaluación constituyen un tríptico ontológico con sus concomitantes peligros: antipolítica, guerra y desubjetivación masiva. Estos heraldos preanuncian el tono fundamental de la política contemporánea: la evidencia de la catástrofe como horizonte epocal último al que se enfrenta el filosofar. No es una casualidad que una forma de sofística contemporánea haya querido ver en el “riesgo” una condición ontológica inalterable que define al humano en su naturaleza más propia (EWALD-KESSLER, 2000, pp. 55-72). Si el mercado es el auténtico operador pragmático del tan proclamado “fin del hombre”, no es menos cierto que una sociedad de la evaluación perpetua y del New Public Management como formas de una inusitada ratio gubernatoria están en condiciones de acarrear una de las incertidumbres supremas: el temor a la catástrofe que hoy ocupa el tenor de la política y algunas reflexiones de la filosofía. Nos detendremos, por tanto, en una breve arqueología de la catástrofe como uno de los destinos extremos de la incertidumbre con el fin de comprender la Stimmung que define la atmósfera política de vastos territorios en todo el globo.
II.
Si habremos de considerar el fenómeno de la catástrofe, entonces, se impone una reflexión sobre el término mismo. En griego antiguo, katastrophé tiene una significación técnica muy precisa que no está en absoluto vinculada con los desastres naturales (o civilizacionales) que son connotados por el sentido moderno del vocablo. Al contrario, su campo semántico recubre el espacio del teatro y, más específicamente, designa la conclusión o el cierre dramático de una pieza teatral. El comentario de Evantio (así como el de Donatio) resulta de extrema claridad al respecto (EUANTHIUS, 1899, p. 67). La catástrofe, por lo tanto, como dispositivo retórico de cierre de la pieza teatral tiene la capacidad de ofrecer el sentido último al conjunto dramático desarrollado en su transcurso.
En otras connotaciones del término, será posible hallar la mención de la “catástrofe” como el fin o conclusión de una vida, tal y como nos sirve de testimonio la expresión katastrophé toû zên (MENANDRO, 1997, p. 371). Desde luego, los griegos tenían otros vocablos para designar lo que hoy entendemos por catástrofes naturales, preferencialmente el término “cataclismo (kataklismós)” que, por ejemplo, podemos encontrar en Platón asociado a la inundación (PLATON, 2006, p. 679d). No obstante, la historia lexicográfica del término “catástrofe” que tiene su origen en la esfera del teatro para acabar designando el significante supremo del desastre último merece atención porque revela, precisamente, tanto una mutación epistemológica de magnitud cuanto permite entrever una genealogía de las formas y el ejercicio del poder político.
Por otra parte, también es elocuente la duplicidad del término “cataclismo” dentro del ámbito del griego antiguo puesto que no sólo hace referencia a los desastres naturales sino que, progresivamente y del mismo modo que con los siglos ocurrirá con el término “catástrofe”, sufre un desplazamiento hacia la esfera de la política. De este modo, cuando Demóstenes pronuncia, en el 330 a.C. su alocución en defensa de Ctesifonte, podemos ver una utilización política del término cataclismo cuando hace uso de la expresión “kataklismòn tôn pragmáton” (DEMOSTENES, 1903, p. 214). En este punto, Demóstenes ya anticipa los usos que tendrá el “catastrofismo” en los discursos políticos de Occidente y que hoy se tornan omnipresentes para hacer referencia a las catástrofes tanto políticas como económicas. El ideal filosófico de la felicidad se ve, desde el inicio mismo de la politicidad occidental, sacudido desde sus bases por el cataclismo de la praxis que no permite la articulación armoniosa soñada por la tradición.
La Modernidad no utilizará inmediatamente el término “catástrofe” para referirse a los desastres naturales que han condicionado durablemente los pliegues de la conciencia europea a partir del siglo XIV en adelante. En muchos casos suele citarse, como ejemplo y punto de partida de la reflexión filosófica sobre el desastre, al terremoto de Lisboa de 1755. Sin embargo, resulta decisivo no olvidar un antecedente primordial aunque menos conocido que es el terremoto de Chile de 1647 que ya había impactado sobre la reflexión filosófico-literaria del continente europeo.
De todos modos, si llevamos nuestra atención a la conceptualización del terremoto de Lisboa por parte de algunos de los filósofos más importantes de la Era Moderna (HAMACHER, 1999, pp. 261-293), podremos constatar, por ejemplo, que Voltaire tampoco utiliza el vocabulario de la catástrofe sino el del desastre natural pensado como mal moral y físico que sólo puede ser concebido según los esquemas de una sutil teología providencial (VOLTAIRE, 2003, pp. 219-220).
Esta herencia como marco conceptual estará asimismo presente en la tratadística kantiana sobre el terremoto de Lisboa aún si en el caso del filósofo alemán es posible entrever una especulación digna de una proto-sismología (KANT, 1902, pp. 429-462). En todos los casos, el ecosistema en cuanto tal como acontecer de una historia natural no es imaginable, en última instancia, sino bajo el registro del mal teológico y mediante una figuración antrópica donde el destino del hombre (y no el del mundo natural) es el verdadero objeto de la reflexión filosófica. En este sentido, el terremoto de Lisboa, al poner en entredicho la concepción de una naturaleza benévola, refuerza paradójicamente el principio antrópico que informa el panorama filosófico propio de la Modernidad.
Por lo tanto, la conceptualización del desastre natural como “catástrofe” será mucho más tardía en la filosofía y, aún en una época donde su uso estaba ya plenamente establecido, podremos encontrar autores que no se sirven de este vocablo para dar cuenta de los cataclismos civilizacionales.
El espacio científico-especulativo propio de la Modernidad francesa será decisivo en la mutación de los sentidos del término “catástrofe” y, por lo tanto, debemos ahora circunscribirnos a este ámbito geográfico-cultural. En principio, podemos hallar en este contexto una situación similar a la que encontramos precedentemente en esta breve pesquisa. Una aproximación fundamental nos la brinda, una vez más, la lexicografía que se cultiva en Francia hacia finales del siglo XVII.
Con este propósito como guía, más aún que a la primera y deficiente edición del diccionario de la Academia francesa de 1694, conviene referirse a la obra maestra de la lexicografía del período como es el Diccionario de Antoine Furetière. Allí podemos dar con la siguiente definición: “catástrofe: término de la poesía. Son el cambio y la revolución que tienen lugar en un poema dramático y que, de modo ordinario, constituyen su término” (FURETIÈRE, 1690). Al mismo tiempo, el término en su connotación griega se extiende de modo figurado, por ejemplo, para dar cuenta del final funesto e infeliz de una vida.
Sin embargo, la era moderna marcaría un nuevo espesor del término. Una perspectiva arqueológica muestra que el término comienza en la paleobiología para trasladarse luego al escenario de la política. En este pasaje semántico que enmarca una auténtica mutación epistemológica, la obra de Georges Cuvier resulta un hito de la máxima trascendencia. Para el naturalista,
La vida ha sido a menudo perturbada en esta tierra por acontecimientos terribles; calamidades que, en los inicios, han quizá removido en gran escala, la apariencia entera del planeta, pero que desde entonces son siempre menos profundas y menos generales. Innumerables seres vivientes han sido víctimas de estas catástrofes (CUVIER, 1812, p. 11).
El problema de la “discontinuidad de las formas vivas” se plantea con Cuvier y presupone una ontología propia de la época clásica que ha sido analizada por Michel Foucault. En la obra de Cuvier se inscribe de manera preferencial la arqueología del cuasi-trascendental de la Vida analizado en la arqueología foucaultiana y que tomará simplemente otro nombre cuando sea pronunciado con la cadencia distintiva de las relaciones de poder: se trata de la biopolítica. Sin embargo, aquel interés de Foucault por el nacimiento de la biopolítica moderna que sus analistas suelen situar erróneamente en la última enseñanza del filósofo se encuentra ya en la obra temprana aunque no comporte la misma denominación.
Como prueba de ello, baste referirnos a la caracterización que Foucault realiza del problema de la vida, a partir de la obra de Cuvier, en su arqueología de la episteme de la época clásica: “[la vida] se revela mortífera en el mismo movimiento que la destina a la muerte. Ella mata porque vive. La naturaleza ya no puede ser bondadosa […] la vida no puede ya ser separada de la muerte, la naturaleza del mal, ni los deseos de la contra-naturaleza” (FOUCAULT, 1966, p. 290).
La paleontología de Cuvier eleva al rango de teoría científica todo cuanto el terremoto de Lisboa había colocado como incertidumbre teológica. A partir de ese momento, la naturaleza pasará a formar parte de un medio hostil cuya existencia supera en una temporalidad de millones de años la aparición del hombre sobre la Tierra. La catástrofe será entonces el lenguaje más propio en que la naturaleza expresará su indiferencia antropológica ante la presencia del hombre en su seno. Sus movimientos geológicos, sus alteraciones y sus catástrofes se producirán sin que el hombre pueda evitarlas.
El nuevo escenario epistemológico, no obstante, supondrá una lección para el nuevo orden de los discursos y la praxis del poder en la Modernidad. El “catastrofismo” abre las puertas a una nueva geohistoria de la Tierra y, de modo concomitante, el biopoder hará suyo una concepción en la cual el desastre no será ya un acontecimiento que deba ser evitado (puesto que se revela ineluctable) sino, al contrario, gobernado en sus efectos una vez éstos desencadenados.
III.
Las catástrofes pueden ser sopesadas según una escala que supera, incluso, las eras geológicas que determinaron el uso de este término por Cuvier. Hannah Arendt ha sido una de las teóricas que, durante el siglo XX, ha señalado con más acuidad el problema de fondo de la modernidad tardía en el momento en que el ecosistema terrestre resultó verdaderamente superado cuando el hombre logró salir de la esfera terráquea y pisar el satélite lunar. Al unísono con los descubrimientos de la física post-newtoniana, este ha sido el auténtico proceso (ya presente, en ciernes, en la obra de Galileo) que ha conducido a la crisis de la tradición y a la alteración de la percepción conjunta del pasado y del futuro de la humanidad. Arendt lo consignará del siguiente modo:
Cuando el hilo de la tradición se rompió por fin, la brecha entre el pasado y el futuro dejó de ser una condición peculiar sólo para la actividad del pensamiento y se restringió a una experiencia posible para aquellos pocos que hicieron del pensamiento su tarea fundamental. Se convirtió en una realidad tangible y en perplejidad para todos; es decir, se convirtió en un hecho de relevancia política (ARENDT, 1961, p. 14).
Ante este panorama, no es extraño entonces constatar que Bruno Latour subraye cómo nuestra época actual ha entrado en un régimen histórico comparable a la era de Cristóbal Colón salvo que, esta vez, no se trata para los europeos de percatarse de la existencia de un Nuevo Mundo sino, para la humanidad toda, se presenta el desafío de habitar no sólo el “Viejo Mundo” (como escribe Latour) sino el globo en su totalidad sobre bases enteramente nuevas. Así Latour propondrá el camino teórico hacia una teología política de la naturaleza que, paradójicamente, hace del nombre “Gaia” el operador que permite pensar, por fin, al ecosistema libre de toda determinación teológica, emergiendo como la gran nueva figura secular de la teoría política (LATOUR, 2015).
De este modo, es posible retomar el camino de una geohistoria y allí resulta inevitable reencontrarse con el “catastrofismo” de Cuvier. En efecto, el paleontólogo francés había podido identificar las épocas “catastróficas” de la historia geológica de la Tierra al demostrar cómo los huesos del mamut eran diferentes de los del elefante moderno. La conclusión a la que llegó Cuvier fue que la especie mamut había sufrido una extinción. La escuela catastrofista, tenazmente combatida por Charles Lyell y Charles Darwin, logró recuperar bríos y demostrar cómo la historia de la Tierra está marcada por convulsiones que ponen a la vida al borde de la extinción. Los geopaleontólogos hablan así de las cinco grandes crisis bióticas en las que desaparecieron por lo menos el 65 por ciento de las especies en un lapso geológico breve. Ahora bien, en la catástrofe masiva del período pérmico, se calcula que desapareció más del 95 por ciento de las especies animales marinas.
De este modo, la perspectiva que considera una Sexta Extinción como una próxima catástrofe a considerar se torna de una urgencia determinante. De hecho, es ineluctable que el Homo sapiens concluya su existencia terrestre según las leyes de la geohistoria como resultado de una nueva catástrofe geológica: “si alguna certeza podemos inferir del conocimiento del flujo de la vida y de las fuerzas que lo forman es que llegará el día en que pereceremos todos, nosotros y nuestros descendientes” (LEAKEY-LEWIN, 1995, p. 251). A partir de esta constatación, una serie de observaciones se imponen acerca del propio desenvolvimiento del Homo sapiens en el ecosistema terrestre.
Los paleo-biólogos han demostrado cómo, hace aproximadamente 42.000 años, el Homo sapiens migró desde su origen en el este de África hacia la zona geográfica que hoy conocemos como el Asia. Cuando llegó allí, no obstante, encontró que no estaba solo. El territorio se hallaba ocupado por una comunidad, numéricamente mayor, de los llamados hombres de Neandertal. Hoy parece un hecho casi indiscutible para los expertos que ambos géneros de mamíferos hombres cohabitaron juntos durante milenios, llegando incluso a producirse una hibridación genética de la que somos aún herederos.
Sin embargo, en cierto momento, los hombres de Neandertal desaparecieron de la faz de la tierra. Los especialistas aún siguen debatiendo la razón por la cual, hace 30.000 o 25.000 años atrás, sus últimos especímenes abandonaron toda presencia en el ecosistema terrestre sin dejar rastro alguno. Aunque no existe ningún acuerdo establecido al respecto (y muchos piensan que, tal vez, el cambio climático fue la causa de su desaparición, a pesar de la enorme capacidad de resistencia de esta línea evolutiva humana a las inclemencias de este tipo), una de las teorías – tal vez la más inquietante – sostiene que, sencillamente, los neandertales fueron exterminados por los miembros del género Homo sapiens.
El acceso al lenguaje no es, como la tradición filosófica muchas veces ha querido hacer creer, un acontecimiento simplemente romántico a la vera de una lumínica Lichtung que posibilita el mundo humano. Cuando el lenguaje sobrevino al hombre, trajo consigo formas más extremas y refinadas de dominación antropotécnica que condujeron a las mejoras de las perspectivas bio-sociales del Homo sapiens frente a su rival neanderthalensis. Esto podría haber conducido a una lucha por el territorio y el alimento que concluyó con el Homo sapiens cazando implacablemente al hombre de Neandertal hasta causar su total exterminio. No existen pruebas fehacientes en este sentido y, tal vez, nunca las haya que sean del todo convincentes en una u otra dirección. Sin embargo, aún si este evento sólo fuera sino una especie de mitomotor paleontológico, una vez más, se muestra con toda claridad que el hombre piensa su primer acto político fundacional de toma de la tierra, como un acto eugenésico de eliminación de los menos favorecidos. El nómos de la tierra es también zoopolítico por naturaleza (LUDUEÑA ROMANDINI, 2010).
En cualquier caso, haya sido o no, el Homo sapiens el responsable de la eliminación de los neandertales, lo cierto es que, una vez liberado el espacio, el animal humano prevaleciente conquistó enteramente el ecosistema hasta causar la desaparición completa de muchas de las especies de mamíferos de las que se alimentaba como cazador-recolector. Esta catástrofe ecosistémica – sin duda, primer acto probado de exterminio de otras especies por parte del hombre – condujo al desarrollo de una primera técnica de intervención artificial sobre el espacio natural: la agricultura y, con ella, al alba de los asentamientos humanos que darían inicio a una historia que aún estamos tratando de descifrar. Cuando el hombre se hizo cazador, produjo la aniquilación de especies enteras y, cuando se hizo agricultor, cambió irreversiblemente el ecosistema planetario hasta llegar, inexorablemente, por el aumento exponencial de las antropotecnologías y de la técnica tout court, al borde del abismo en que la especie se encuentra hoy respecto de su capacidad de arrasar completamente la Lichtung que alguna vez le dio origen.
En 1955, Claude Lévi-Strauss publicó Tristes Trópicos, acaso uno de sus libros más lúcidamente nostálgicos y pesimistas. A lo largo de laboriosas páginas, el antropólogo va recordando sus viajes y constituyendo una auténtica filosofía del devenir de la especie humana, y de la tarea misma del antropólogo. Sus conclusiones no son precisamente alentadoras para quienes reivindican las potencialidades de la expansión indefinida del Homo sapiens: “el mundo comenzó sin el hombre y terminará sin él. Las instituciones, las costumbres y los usos, que yo habré inventariado en el transcurso de mi vida, son la eflorescencia pasajera de una creación en relación con la cual quizá no posean otro sentido que el de permitir a la humanidad cumplir allí su papel” (LEVI-STRAUSS, 1988, p. 466).
En este punto, Lévi-Strauss hace suya una teoría histórica donde la física ecosistémica penetra completamente dentro de los espacios tradicionalmente definidos como “culturales”:
Desde que comenzó a respirar y a alimentarse hasta la invención de los instrumentos termonucleares y atómicos, pasando por el descubrimiento del fuego – y salvo cuando se reproduce a sí mismo – el hombre no ha hecho nada más que disociar alegremente millares de estructuras para reducirlas a un estado donde ya no son susceptibles de integración (LÉVI-STRAUSS, 1988, p. 466).
Desde luego, esta ley gobierna todo el mundo de las creaciones humanas:
Sin duda ha construido ciudades y ha cultivado campos; pero, cuando se piensa en ello, esas realizaciones son máquinas destinadas a producir inercia a un ritmo y en una proporción infinitamente más elevados que la cantidad de organización que implican. En cuanto a las creaciones del espíritu humano, su sentido sólo existe en relación con éste y se confundirán en el desorden cuando hayan desaparecido (LÉVI-STRAUSS, 1988, p. 466).
Universo y mundo humano no son sino un continuum asociado por la misma ley cósmica de entropía irreversible. Al punto tal llega esta convicción de Lévi-Strauss que en un momento puede declarar: “antes que ‘antropología’ habría que escribir ‘entropología’ como nombre de una disciplina dedicada a estudiar este proceso de desintegración en sus manifestaciones más elevadas” (LÉVI-STRAUSS, 1988, p. 467).
Dicho en otros términos que no son los de Lévi-Strauss: la politicización de la vida que dio origen al devenir histórico del animal humano, con sus complejas antropotecnologías que se extendieron hasta dominar completamente el entorno, haciéndolo progresivamente cada vez más técnico, inevitablemente artificial y humano, sólo puede conducir a una sola vía de salida de la saturación biosistémica: la extinción masiva del Homo sapiens con el consiguiente desarrollo de un nuevo ecosistema de vida que prescindirá completamente de él hasta que, en los eones venideros, el universo mismo se desintegre en su totalidad. En este sentido, puede verse cuál sería el otro espesor y sentido posible del mitologema del fin de la historia y del hombre, uno no previsto por los filósofos del optimismo metafísico hegeliano.
Los cambios técnico-biológicos, económicos y socio-políticos que pueda sufrir la humanidad en un futuro que contempla desde el cambio de especie para sus individuos, hasta una extinción exógena o endógena, condicionada por la naturaleza o autoinducida, implicarán siempre una multiplicación o, por lo menos, una mutación sustancial de las tecnologías de poder y, por lo tanto, la necesidad del filosofar y de la política como herramientas de acceso, temporario y fragmentario, a algún tipo de afuera del poder.
Aún si es posible pensar que la filosofía no sea sólo una actividad propia del hombre sino una forma especial de direccionalidad de lo viviente que tiene la potencialidad de transcender su propio sustrato de origen y tener lugar allí donde haya pensamiento, es una auténtica tarea filosófica (con todos los riesgos que esto implica) el explorar sobre bases completamente nuevas el espacio de lo viviente así como de lo inerte, de lo orgánico como de lo inorgánico. ¿Será, tal vez, necesario abandonar también el prejuicio último a favor de lo viviente? ¿Será, acaso, lo viviente, el último refugio de la onto-teo-logía clásica?
En todo caso, el desafío que la catástrofe como extinción masiva llega a la filosofía política por venir es pensar no sólo las causas y consecuencias de las catástrofes que el hombre está en condiciones de inducir a partir de la tecnocracia hipermoderna sino también las catástrofes de orden natural que pueden ir, desde un punto de vista geológico, desde una escala modesta hasta una masividad capaz de provocar una extinción definitiva de la vida. Esto implica pensar sobre bases completamente nuevas el ecosistema terrestre y su inserción en un cosmos que no habrá de ser indulgente con la vida presente en la Tierra. Por supuesto, como condición de posibilidad de una filosofía política de este tipo, será necesario tomar en cuenta la injerencia decisiva que los agentes no-humanos y naturales tienen sobre las sociedades humanas.
La catástrofe como horizonte último con el cual debe medirse el viviente humano obliga a considerar la necesidad de pensar, sobre nuevos fundamentos, una ecopolítica del mundo abiótico. Se abre entonces la posibilidad de concebir una filosofía de la materialidad que otorgue ciudadanía teórica a la politicidad propia de los agentes materiales no humanos antes de su ingreso a (y en una interacción a posteriori con) la esfera de aquello que, desde los antiguos griegos, se ha señalado como el mundo nomotético de la cultura.
Recibido: 04/11/2016
Aceptado: 11/11/2016
BIBLIOGRAFIA
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[1] Doctor y magíster por la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, Francia. Investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y del Instituto de Investigaciones “Gino Germani”, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires. Profesor titular de Filosofía en la UADE. Su último libro se titula Principios de Espectrología (Madrid-Buenos Aires, Miño y Dávila Editores, 2016).
La incertidumbre como destino político
RESUMEN: El presente texto aborda la posibilidad de considerar a la incertidumbre como la Stimmung epocal de la Modernidad. Producto de una triple alianza entre mercado, evaluación y management, los sistemas políticos contemporáneos colocan al mundo entero bajo el signo de diversas catástrofes que se anuncian a diario. Ahora bien, ¿cuándo ha nacido el concepto de catástrofe en tanto forma suprema de la incertidumbre? ¿Cuál es su contenido político? Y, finalmente, ¿cómo es posible pensar filosóficamente una metafísica de la catástrofe? Estos interrogantes constituyen el hilo conductor de una indagación de una ecopolítica del mundo contemporáneo.
PALABRAS CLAVE: Incertidumbre. Mercado. Catástrofe. Metafísica. Política.
A incerteza como destino político
RESUMO: O presente texto aborda a possibilidade de considerar a incerteza como a Stimmung epocal da Modernidade. Produto de uma tríplice aliança entre mercado, avaliação e management, os sistemas políticos contemporâneos colocam o mundo inteiro sob o signo de diversas catástrofes que são anunciadas diariamente. Mas, quando nasce o conceito de catástrofe como forma suprema da incerteza? Qual é seu conteúdo político? E, finalmente, como é possível pensar filosoficamente uma metafísica da catástrofe? Estes interrogantes constituem o fio condutor de uma indagação ecopolítica do mundo contemporâneo.
PALAVRAS-CHAVE: Incerteza. Mercado. Catástrofe. Metafísica. Política.
ROMANDINI, Fabián Ludueña. La incertidumbre como destino político. ClimaCom [online], Campinas, Incertezas, ano. 3, n. 7, pp.29-38 Dez. 2016 . Available from https://climacom.mudancasclimaticas.net.br/wp-content/uploads/2014/12/07-Incertezas-nov-2016.pdf.