Lo que se ve, lo que se toca. Por una poética de lo irregular, inestable y en metamorfosis.


Adrián Cangi[1]

 

 

 

1. Ante las nubes

 

Gerhard Richter, Atlas, 1970

Gerhard Richter, Atlas, 1970

 

Las nubes son la insubordinación de la sustancia y la venganza de la física de los fluidos. Decir todo en una frase es parte del coraje de quien escribe. Cada objeto tiene una filosofía que oscila entre gestos humanos. Ante las nubes, en la tierra y en el mar, sólo nos guiamos por los sentimientos. Esta forma de exploración no nos envía a ningún criterio inequívoco porque no conocemos la manera de distinguir las emociones ni de cuantificar su intensidad. La ciencia distingue sus géneros, alturas y formas tanto como sus cualidades, aspectos y modos de formación; se expide sobre sus funciones y extensión, pero nada dice sobre sus efectos que los gestos humanos asumen y soportan. Necesitamos retornar a una ciencia antigua de los fluidos y las turbulencias para comprender la atracción de las nubes, su inestabilidad y flexibilidad en los movimientos de la emoción.

Hay géneros de nubes para la ciencia como los hay de ángeles para la teología. Como a los ángeles, se las piensa por su jerarquía celeste y se las simboliza por sus estados de cosa y por sus efectos. La filosofía hunde sus raíces en el mito cuando se enfrenta a las nubes porque se dirige al encuentro del exceso y de la donación de las formas. En el mundo sagrado las jerarquías de los ángeles organizan la lejanía o cercanía a Dios; en el mundo físico las tipologías de las nubes aluden a una estratigrafía de los cielos según las leyes de la turbulencia atómica. Como creía Parménides, los nombres son una potencia como el fuego o el relámpago que existen latentes en un fósforo o en las nubes.

Cirros, cirrocúmulos, cirrostratos, también conocidas como nubes altas; altocúmulos, altoestratos, nimbostratos, reconocidas como nubes medias; estratocúmulos, estratos, cúmulos, visualizadas como nubes bajas, forman una topografía del cielo con su arqueología correspondiente. Conviene reconocer a los cumulonimbos como aquellas nubes de desarrollo vertical a las cuales tememos desde tiempos antiguos por ser densas y portadoras de tormentas eléctricas. Sabemos que el nombre que les fue dado es la expresión de la familiaridad o el espanto que nos producen. Si retiramos sus efectos sobre el cuerpo sólo quedarán sus nombres vacantes.

Del mundo de los dioses con los que Aristófanes juega en el siglo V a.C. al mundo de las batallas entre superstición y física con las que Lucrecio enfrenta a la teología en el siglo I d. C., el cielo y las nubes han estado poblados de dioses y de fuerzas, de figuras impasibles y de turbulencias incomprensibles. Desde las iconografías antiguas proyectadas al mundo moderno, por las nubes enfrentamos a figuras que dictan el destino mortal o a una física de los líquidos que nos recuerdan que entre los saberes antiguos olvidados insisten figuras inestables y vaporosas, turbulentas y en variación continua.

Casi al borde de la leyenda se narra que Ovidio antes de morir a la edad de 60 años en el 17 d.C., encerrado en las fronteras del imperio en Tomis –actual ciudad de Constanza en Rumania–, podía mirar el cielo bárbaro en la costa oeste del Mar Muerto mientras escribía Tristes y Cartas del Ponto. Por una ventana de su prisión veía el cielo sembrado de mujeres, hombres y bestias: Betelgeuse, Rigel, Hércules, Orión, León, Escorpión, Capricornio… Partes y gestos del cuerpo humano, de las bestias y las quimeras poblaron los cielos, las nubes y las estrellas cincelados a fuego por la imaginación mítica grecorromana. Ovidio narra cómo las tragedias mortales poblaron las constelaciones celestes y las disposiciones de las nubes. Esas metamorfosis sangrientas de la vida histórica nos enseñaron por el cielo los caminos del conocimiento del cuerpo a través de las especies existentes y fantásticas. Ciervo y lobo, golondrina y araña, león y escorpión, son rivalidades humanas plasmadas por el cifrado de la historia en las fábulas de Esopo hasta Ovidio, y a través de él, a La Fontaine y a Nietzsche, para indagar los dobles y transformaciones del cuerpo proyectados a la astronomía celeste. Las Metamorfosis del poeta latino son la escritura del cuerpo encerrado que busca su libertad por el mundo del mito fabulando las transformaciones de las emociones humanas. Sabe en su cuerpo, como aquellos que han enfrentado al poder, que “El que ha naufragado tiembla incluso ante olas tranquilas”. Si en El arte de amar aconseja a los hombres sobre la fascinación y la prudencia, en Las Metamorfosis plasma una flexibilidad trascendental que lo prepara para su encierro bajo el cielo bárbaro.

Correggio, Júpiter e Ío

Correggio, Júpiter e Ío

 

Corregio recordará la frase de Ovidio “Las causas están ocultas. Los efectos son visibles para todos” mientras pinta en 1531/32 su Júpiter e Ío para la sala Ovidio del Palazzo de Mantua como un regalo al emperador Carlos V. La pintura forma parte de una serie compuesta por El rapto de Ganímides, Dánae, Leda y el cisne y Júpiter e Ío. Las Metamorfosis fue el texto central de la pintura manierista y barroca para abordar los problemas del amor carnal a través de figuras míticas. Ío es envuelta por Zeus en forma de nube bajo la modalidad de un abrazo. La mano y rostro de Zeus emergen de una densa formación nubosa para poseer a Ío. Lo inmaterial y evanescente, aunque turbulento y en variación continua, posee a la sustancia del cuerpo erótico de Ío que se encuentra perdido en un rapto extático, anticipando toda la tradición de Bernini y Rubens. Las densas nubes oscuras y la blanca figura erótica retorcida por la tromba transforman al cuerpo serpentino y en turbulencia amorosa.

Tiziano, Dánae

Tiziano, Dánae

Los amores clandestinos del cardenal Alessandro Farnese con una cortesana adquieren la forma de la pregunta por las pasiones secretas con la que Tiziano pinta la primera Dánae en Roma en 1544/45, poniendo en escena el momento en el que Júpiter la posee en forma de lluvia de oro. Tiziano no sólo narra un tema como Corregio, preciado para Ovidio, sino que libera la materia lírica de la pincelada para dar cuenta de la posesión y la avaricia mortal. La lluvia de oro y la mirada gozosa de Dánae reúne el poder de un cumulonimbo que avanza a fecundar a la muchacha. Júpiter convertido en lluvia de oro refiere al episodio de Las Metamorfosis (IV, 607-613) en el que Ovidio retrata el poder ante la belleza. La pincelada libre y deshecha con la que Tiziano presenta la materia de las nubes y los cuerpos pretende alcanzar una variabilidad lírica que prepara la percepción para una pintura de atmósferas y no sólo de temas. Esta pintura forma parte de la serie enviada por Tiziano a Felipe II dedicada a repensar la antigüedad en el mundo por venir.

mantegna

Mantegna, El triunfo de la virtud

Tiziano habrá dejado atrás El triunfo de la virtud de Mantegna, de 1502, dedicada a Isabella d´Este para su gabinete del Palazzo de Mantua. Mantenga había revisado junto a Isabella textos de Ceresara, Equícola y Diego San Pedro, en especial Cárcel de amor, para presentar la idealización del cuerpo femenino. Cuerpo en batalla observado por las virtudes de la Justicia, Fortaleza y Templanza que contemplan desde una nube plegada y maciza, como una espuma pétrea, todo lo que está sucediendo en el mundo de los vicios humanos. La cuarta virtud, la Prudencia, no puede entrar a escena. Entre los vicios se encuentran Ocio y Avaricia que combinados con Ingratitud e Ignorancia ponen en crisis las acciones de la virtud. La imagen modélica de la virtud del Renacimiento es puesta en tensión por los vicios bajo la mirada de la razón y la forma de la idea (eidos) de la que las nubes constituyen un plegado perfecto propio de un cielo moral que reina sobre el destino de hombres y mujeres. Tiziano prefiere abordar los mismos problemas en su Dánae bajo la forma del fantasma (eidolon) en los que se juega por la pincelada, las apariencias y resplandores del mundo perceptivo a través del saber de los mitos.

Del mundo antiguo al moderno las nubes han orientado las batallas entre la idea y el fantasma, entre las virtudes y los excesos de la pasión. Pero del cielo, como sabía Pascal, vienen preguntas y salidas. Cada pregunta que una nube nos formula tiene por lo menos dos salidas. Y en cada salida siempre encontramos dos nuevas preguntas. Una buena salida es la que comienza algo para la emoción, convirtiéndose así en una entrada nueva a los cielos por otros medios menos pensados.

 

2. Idea o Fantasma

 

Gerhard Richter, Atlas, 1970

Gerhard Richter, Atlas, 1970

 

Ante las nubes comprendemos que Demócrito utilizó a la perfección el cálculo pre-integral, que Arquímedes recobró y convirtió en una matemática de manera análoga con la que Leibniz modeló las micro-percepciones de los fenómenos. Del mundo antiguo al moderno hay insistencias, resistencias y desapariciones de figuras y saberes. De la ciencia antigua a la moderna persiste una física de los fluidos y de las micro-percepciones poéticas del cosmos. En todos los casos, estos maestros de una genealogía de los simulacros fueron seducidos por las nubes, porque perciben y analizan las formas más complejas y organizadas según sus contornos de aparición en las fronteras limítrofes de la constitución atómica y de las fluctuaciones del fenómeno. Para esta tradición, cada forma está envuelta en una infinidad de adherencias que se deslizan infinitamente de lo virtual a lo actual. Ante las nubes, de Demócrito y Lucrecio a Serres y Deleuze, enfrentamos los elementos de las cosas, sus alianzas en torbellinos y las condiciones de su conocimiento según su proceso de formación.

Las nubes fueron tratadas por la ciencia antigua por una matemática y cosmología local, que más tarde la ciencia moderna llamó geometría diferencial, para poder abordar las fluctuaciones atómicas indivisibles, en declinación y en flexibilidad de sus contornos. Demócrito y Lucrecio toman por objeto aquello que de Pitágoras a Platón se consideraba un accidente o un fracaso por presentar de los fenómenos una identidad flexible e inestable. La matemática local debate en la antigüedad con la matemática universal: se enfrentan una ciencia de los ídolos con una ciencia de las ideas. Desde Homero el vocablo eidolon se opone a eidos, porque a veces designa una imagen y otras un fantasma. El eidolon es aquello que produce las imágenes, las apariencias y los resplandores del mundo perceptivo. Permite por igual interrogar al agua, el aire y los espejos, y de este modo abordar los mundos fluidos e inestables, las metamorfosis e imágenes engañosas. Por ello las nubes han estado en el centro del debate antiguo entre los simulacros y las ideas; han sido ligadas al mundo de los sueños que nos enfrentan con falsos dioses o con verdades estables. Entre la estabilidad de las ideas y la inestabilidad de los simulacros se han discutido, a través de las figuras de las nubes, la angustia sin fin de los hombres entre la vida y la muerte. El eidos inmortal, invariable y verdadero desea controlar el eidolon, siempre considerado desde Homero como engañoso, fantasmal y muerto. Un mundo sosegado pretende controlar a una naturaleza emanativa de formas y figuras variables.

Una física de los cuerpos conjuntivos, que va del átomo a los contornos de las formas en variación continua, ha indagado en las nubes como un fenómeno múltiple y como una gnoseología cósmica. Demócrito se opone a Pitágoras como Lucrecio a Platón: el eidolon es falso para el eidos y viceversa. Las nubes serán vistas así como simulacros para unos y como formas estables de la idea para los otros. Toda la iconografía renacentista, manierista y barroca quedará sujeta a este debate. De este modo una ciencia poética que insiste en la matemática epicúrea que surge con Demócrito, y se especializa con Arquímedes, culmina por fin de radicalizarse con Lucrecio, como una ciencia poética de los ídolos y una genealogía de los simulacros, como una teoría local de las formas inestables conectadas con la experiencia, para ser presentadas como formas de un universo real que nos afectaría sin temores. Las nubes pertenecen de Epicuro a Lucrecio a la teoría de los simulacros, las envolventes, las túnicas y los bordes que crean las atmósferas espaciales de unos objetos a otros. El mundo de la distancia a los cielos y las nubes para Platón se vuelve cercano y tangible para los montañistas de Lucrecio, quienes resultan afectados en la vista, el olfato y el oído por ellas bajo la forma del tacto.

La sensación de las nubes y los sentimientos cósmicos son una experiencia del tacto, que se desplaza de los flujos sutiles a la visión háptica de lo cambiante. Ovidio y Lucrecio oscilan entre la visión y el tacto de los fenómenos porque saben que la física de Afrodita es una ciencia de las caricias y un saber voluptuoso que sólo se aprende en la cercanía del riesgo. Confieso que he comenzado a comprender a Lucrecio en el ascenso al monte Champaquí cubierto por las nubes bajas que me han tocado aislándome en el mundo del ascenso como si me desplazara a una topografía de los cielos en una continuidad ascensional de la tierra al éter. Creo haber sentido a Ovidio en el modesto encierro de mi estudio mirando las nubes medias y altas plenas de figuras resbaladizas y de metamorfosis sutiles.

Habrá que atender a Nietzsche cuando nos recuerda en Así habló Zaratustra que “quienes más saben de la felicidad son las mariposas y las burbujas de jabón, y todo lo que entre los hombres es de la misma especie”. Las nubes son una experiencia real de espacios vacíos y paredes sutiles. Una formación móvil hecha de líquido y sólido que pierde su compacidad hasta volverse una estructura esponjosa, que anima las fábulas y los cuentos infantiles. Restos terrestres unidos al agua y al aire producen unas formas cercanas a la espuma fluida, húmeda y efímera. Espumas que no se materializan como las burbujas de vidrio marítimo, aunque conservan la misma unión a corto plazo de líquidos y gases, que constituyen un modelo de formas invadidas por lo hueco. Como la espuma, las nubes permiten percibir la insubordinación de las sustancias y la venganza de una física de los fluidos frente a una física de los sólidos. Las contexturas lábiles y las concavidades gaseosas parecen haber subvertido el orden natural de la Naturaleza.

La forma más sólida de la atmósfera general se descompone en polvo de gotas, como las formas sólidas regresan a la espuma. Casi nada se convierte en casi nada, y ésta, tal vez sea, la más extraordinaria enseñanza de Nietzsche sobre las burbujas de jabón felices aunque impasibles. Seguir lo común desde Heráclito no ha sido un buen camino para Occidente, porque su exhortación requería mantenerse alejado de lo ensoñado y espumoso. Las nubes, la espuma y el sueño han sido ligados a los oráculos, la magia y los saberes esotéricos. Goethe, aún estudiante de Leipzig, censura a las llamadas “cabezas de espuma que sueñan sentencias-oráculos”. Las nubes y la espuma son considerados parte del mundo del engaño o del simulacro del ser, son entendidas como alegorías de la falsedad primera, como emblemas de la infiltración de la turbulencia en la física de la estabilidad, como gases de los pantanos habitados por cabezas de tormenta y subjetividades sospechosas. La metafísica clásica y la ontología popular han desconfiado por igual de las nubes y de la espuma como de todo aquello demasiado ligero. Al soñador se le recuerda que no construya castillos en el aire mitad nube y mitad espuma como excedentes del sueño.

Friedrich, El trotamundos sobre el mar de neblinas

Friedrich, El trotamundos sobre el mar de neblinas

 

Caspar David Friedrich, en las cúspides del romanticismo alemán, buscó una atmósfera del paisaje que pudiera tener correlación directa con los estados de la psicología humana. Para el pintor las nubes constituyen un estado emotivo del espíritu expresado por fuerzas externas impasibles que representa a la pequeñez humana enfrentada con la desmesura de una cosmología feroz. Su obra El trotamundo sobre el mar de neblinas, de 1818, es un ejemplo radical de la génesis de una atmósfera psíquica emergente de una naturaleza que expresa la interioridad, nacida en la figura del montañista entre los cielos altos y bajos, de frente a los cielos medios. Esto le permite a Friedrich toda una modulación de la pincelada para el tratamiento lumínico y cromático de una topología del cielo. De Constable a Turner la imaginación inglesa nos revela la potencia de la pincelada que disolverá a las figuras en un plano de expresión con una textura entre lo sólido y lo líquido. Todas las amenazas modernas se desplazan del paisaje bucólico de Constable en su pintura La catedral de Salisbury vista a través de los campos, de 1831, a Lluvia, vapor y velocidad de Turner, de 1844, dominado por la exploración técnica del mundo que ha cambiado su matriz perceptiva por la velocidad.

Constable, La catedral de Salisbury…

Constable, La catedral de Salisbury…

 

Turner, Lluvia, vapor y velocidad

Turner, Lluvia, vapor y velocidad

 

Los soñadores y agitadores de lo sólido siempre han tenido mala prensa poético-política. Aristóteles en la Física atribuyó la enfermedad de los hombres al exceso de un espíritu sutil, al que llamó “mal volátil”, del que creía que podía producir melancolía. Hegel en la Lógica atribuye a la fermentación de la finitud antes de convertirse en espuma, la capacidad de exhalar el aroma del espíritu. Donde Aristóteles percibe un riesgo, Hegel parece alcanzar un movimiento. Sin embargo será Nietzsche quien enfrenta el idealismo metafísico, porque sabe al igual que Marx que todo lo sólido se desvanece en el aire, y que las desviaciones y fallidos son nubes y espumas de los síntomas y efervescencias de las imágenes interiores de la subjetividad moderna. La modernidad pende entre las nubes y las pompas de jabón, porque el principio que la sostiene oscila entre la entropía general y la desintegración de cualquier principio de estabilidad. Entre el perspectivismo de Husserl acuñado en 1900 y la Teoría de las Catástrofes concebida por René Thom a finales de la década de 1950, todo el universo considerado sólido se eleva a lo atmosférico irregular, inestable y en metamorfosis.

Me pregunto porqué en la obra Atlas (1962-2011) de Gerhard Richter las nubes resultan tan capitales como parte de su producción entre 1970 y 1972, constituyendo un estudio riguroso del cielo. Entre tantas otras series abordadas por el Atlas, la correspondiente a las nubes me afectó en el conjunto de su obra, porque algo insistente parece llevarnos hacia una composición vertical que culmina en su obra September de 2005 dedicada a la caída de las Torres Gemelas. Richter es un hijo de la movilización total planetaria del mundo moderno técnico. Forma parte de aquellos que Sebald llamó, en su libro Sobre la historia natural de la destrucción, las almas que han visto caer bombas desde el cielo. Buena parte de la obra de Richter entre 1964 y 2005 elabora un mundo del cielo dominado por cazabombarderos como si nunca olvidara la imagen de Dresden destruida, vista desde el resto de una escultura de un ángel de la catedral de la ciudad. Toda su pintura indaga ese eje vertical que en el pasado ocupan los cielos y las crucifixiones y, en el siglo que pasó, la caída de las bombas. Entre 1970 y 1972 dedica un largo tiempo de registro fotográfico a observar todas las variaciones de cielos y nubes posibles. Casi como si se tratara de un momento de curación de lo visible en un mundo condenado a desocultar la topografía celeste por la caída de las bombas. Ya no hay una flexibilidad trascendental al mirar los cielos sino destrucción o curación en un espacio determinado por la técnica moderna.

Siempre nos quedará la poética del encuadre de observación como la llevada adelante por el matemático y cineasta James Benning en su obra Ten skies, de 2004, en la que no intenta desocultar la naturaleza por la técnica sino hacer sentir la duración del plano a través del ojo mecánico. Las nubes se confunden con el tiempo mismo de los largos planos sensoriales mientras el ojo del espectador experimenta micro-percepciones en sus mínimas variaciones celestes, hasta los cortes abruptos de un plano al otro y de un cielo al otro. La poética de Benning nos enfrenta a nuestras matrices perceptivas para devolvernos por la observación a la insubordinación de la sustancia y a la venganza de una física de los fluidos. Lo que se ve es lo que toca por una visión tan clara como háptica que experimenta con lo irregular, inestable y en metamorfosis.

 

3. De los altos cielos. El mito de los cirros

 

Gerhard Richter, Atlas, 1970

Gerhard Richter, Atlas, 1970

 

La ciencia llama cirros (cirrus) a las nubes altas de aspecto filamentoso que no provocan precipitación. Poseen cualidades fibrosas, de brillo sedoso y se las considera desde los mitos antiguos como figuras de aspecto femenino. Se distinguen de los cirrocúmulos porque éstos tienen aspecto globular y de los cirrostratos porque aquellos tienen aspecto de velo provocando el halo solar y lunar. En todos los casos de la mitología las nubes altas han tenido que ver con el mundo de los dioses.

Aristófanes consideraba a Las nubes su obra favorita porque condensaba un saber sobre la realidad sin recurrir a explicaciones religiosas ni científicas. Sabía como Anaxímenes de Mileto, quien creía que todo procede del aire por rarefacción y condensación, que hay un régimen de lo alto y un régimen del mundo; también sabía que sólo los muertos conservan una pulsión simétrica, invisible y muda entre ambos regímenes, animados éstos por un elemento infinito como el aliento del cosmos. Por ello Aristófanes no cesa de reír por igual del régimen impasible de los dioses y del obrar racional de los mortales. Intuyó como pocos que la totalidad que une lo alto y el mundo es sólo el espacio del espanto, porque deidades monótonas juegan el juego perverso sobre la herida repetible de los mortales. De Aristófanes a Artaud habrá que aceptar que aquello que asusta en el mundo son las cosas consideradas insensibles: el sol, el viento, el agua, el relámpago y las nubes.

En su afán de poner a prueba el mundo socrático de la justicia y la palabra mayéutica como trama cultural democrática de la razón, la comedia observa la ciudad de Atenas bajo la mirada vigilante de Las nubes. Un verdadero conjunto femenino impasible de apariencia sedosa que habita los cielos altos haciéndonos sentir que ningún argumento es tan acústico como un verso ni tan visual como el lenguaje versificado, y que si el mundo no es el resultado de una poética impasible de las fuerzas es por culpa de la ley de las razones infecundas de los hombres. Saber con rigor lo que Las nubes saben es conocer mejor el mundo y ver con escepticismo el mundo de los cielos es reconocer mejor como poetizan los hombres.

Si los hombres hablan la lengua de las apariencias confundidas con la de la razón, las nubes riman la música celeste. El mundo se divide entre los ruidos del estómago y la escansión en susurros. El coro de deidades se presenta con esa música que evidencia la palabra de la fuerza:

Nubes imperecederas, alcémonos, visibles en nuestra brillante apariencia húmeda, desde nuestro padre Océano, de profundo estruendo, hasta las cimas de altísimos montes (…) Ea, sacudamos de nuestra forma inmortal la lluviosa niebla, y contemplemos, con mirada que mucho abarca, la tierra.

El coro de la comedia está formado por deidades femeninas que perciben los problemas económicos y morales de los mortales bajo la denuncia de la oposición de nuevas corrientes de pensamiento por parte de las fuerzas conservadoras familiares que llegan hasta la violencia extrema para negarlas. La obra exhibe la mirada impasible de las deidades sobre la crianza de los hijos, la rebelión de los jóvenes y la explícita negación de la existencia de Dios.

El coro de las diosas idénticas describe la escena donde los mortales juegan su tirada de dados:

Doncellas portadoras de la lluvia, vayamos a la espléndida tierra de Palas, para contemplar el muy deseable país de Cécrope, rico en hombres valerosos; lugar sagrado de ritos indecibles, donde un santuario que acoge a los iniciados abre sus puertas en los Sagrados Misterios. Allí se brindan presentes a los dioses celestiales, templos hay de elevado techo, estatuas, proscenios sacratísimas de los bienaventurados, sacrificios y fiestas a los dioses, con ornamento de coronas, en las estaciones más diversas, y al llegar la primavera, el don de Bromio la porfía de los coros melodiosos y la música de las flautas de grave sonido.

Conocemos bien el argumento desafiante de la moral griega expuesto en Las nubes: Estrepsíades es un rico agricultor de Atenas, atormentado por deudas que ha contraído a propósito de complacer los caros gustos de su hijo Fidípedes, quien posee una afición por la hípica rodeando el mundo de la casa familiar de prestamistas como Pasías y Aminias. En su búsqueda de una solución que le permita evadir a sus acreedores, se le ocurre la idea de enviar a su hijo a la escuela de Sócrates donde se enseña el arte de la argumentación. El hijo se niega a obedecer al padre. Éste lo expulsa de la casa y decide él mismo convertirse en alumno del famoso maestro. Su propósito conciente es adquirir instrucción necesaria del arte de la dialéctica con fines de poder litigar mejor con los acreedores para no pagarles lo adeudado. En la escuela es declarado viejo y torpe en las artes de la gramática y de la argumentación. Entonces, logra convencer a su hijo de que estudie en la Academia de Sócrates.

Fidípedes le advierte a su padre que se arrepentirá por tal decisión. El hijo debe escoger una línea de enseñanza entre el Argumento Justo y el Argumento Injusto, decidiéndose por este último para desarrollar una gran capacidad argumentativa para litigar. Estrepsíades logra algunos éxitos enfrentando a los prestamistas con lo aprendido y tiene la ilusión de que su hijo le ayudará a resolver sus problemas crediticios. Fidípedes regresa a su casa, y después de una discusión golpea a su padre. El joven argumenta que si los niños soportan golpizas de sus progenitores, con mayor razón deben aprender a soportarlas los adultos. Encolerizado por lo sucedido, el padre con la ayuda de su sirviente quema la Academia de Sócrates, responsabilizando a sus enseñanzas de confundirse con la de los sofistas por la conducta de su hijo.

Las nubes interrogan a Sócrates como “un cazador de palabras artísticas” y como un “sacerdote de las naderías más sutiles”, como “el que camina arrogante por las calles” y como “el que soporta descalzo muchas cosas desagradables y presume a costa nuestra”. Invocan a Zeus, Poseidón, Éter y Helios como divinidades poderosas que los mortales ignoran pero que sin embargo padecen por el trueno, el rayo y la lluvia, por los fenómenos celestes que desconocen los modos en los que los hombres asienten o disienten en sus decisiones. Impasibles cuestionan la autoridad de la palabra de la razón humana por su fragilidad para la verdad. Alcanza sólo con seguir los argumentos de la comedia para dudar de tal razón en la constitución de la ética, de la afectividad y de la justa relación con los otros en la ciudad. Como verdaderas antagonistas impasibles, el coro de deidades percibe los traspiés, las cavilaciones y la inspiración de los hombres sabiendo que los mayores beneficios provienen de ellas y no de la sabiduría.

Provocadoras, recuerdan el tiempo de lo sagrado, ante hombres que dudan del poder de los dioses:

¡Tú, que la excelsa sabiduría muy renombrada cultivas, cuán dulcemente en tus palabras se encuentra la flor de la virtud! Dichosos en verdad eran, desde luego, los que vivían entonces, en tiempo de los antepasados. Frente a esto, tú, que posees una refinada inspiración, preciso es que digas algo novedoso, pues el hombre se ha ganado el aplauso.

El coro de deidades da cuenta de las acciones de Estrepsíades cuando sale de su casa perseguido por su hijo, para presentar la cúspide de los fracasos humanos que trazan estrategias entre el interés y la razón. Los cirros de los altos cielos mantienen su distancia con los traspiés mortales:

¡Lo que es amar los asuntos ruines! Pues el viejo este, enamorado de ellos, quiere retener el dinero que pidió prestado. Y no es posible que en el día de hoy no le sobrevenga algún problema que haga a este sofista repentinamente de las vilezas que se ha puesto a cometer. Pues creo que él va a encontrar en seguida lo que hace tiempo pedía, que su hijo sea hábil para argumentar sentencias contrarias a lo que es justo, de manera que salga victorioso contra todos los que tengan trato con él, aunque sus argumentos sean abominables; y quizá, quizá va a desear que su hijo esté mudo.

Gerhard Richter, Atlas, 1970

Gerhard Richter, Atlas, 1970

 

 

4. De los cielos bajos. La ciencia de los cúmulos.

 

Gerhard Richter, Atlas, 1970

Gerhard Richter, Atlas, 1970

 

Los cúmulos son para la ciencia nubes bajas aisladas y densas, que pueden desarrollarse verticalmente con protuberancias sin producir lluvias. Se las consideró en la física antigua como un tejido formado entre elementos ásperos enlazados de manera floja que se mantienen cohesionados entre sí, tocando la cima de los montes y elevándose hasta el éter como una respiración de la tierra. Se distinguen de los estratocúmulos porque éstos son formaciones cumuliformes que producen lluvias ligeras y continuas y de los estratos porque aquellos se presentan como un manto gris que pueden provocar lloviznas al espesarse.

Lucrecio dedicó el libro VI de Sobre la naturaleza de las cosas a comprender el trueno, el relámpago, el rayo, las trombas, los torbellinos, la formación de las nubes, la lluvia, los fenómenos atmosféricos, los terremotos, las magnitudes del mar, la potencia volcánica, los avernos, los pozos, las fuentes, el magnetismo y las pestes. A diferencia de los libros etruscos que contenían la doctrina de la adivinación a través de los fenómenos celestes, creencias que pasaron de Etruria a Roma, desempeñando un papel fundamental en la ciencia y política de la primera mitad del siglo I, el poeta y físico buscó demostrar que no hay señales divinas ni ocultas intenciones, tampoco profecías tirrenas ni signos que obran por adivinación en los fenómenos de la naturaleza.

Creía como Anaxímenes que las aguas se evaporan y exhalan hacia arriba para chocar con el calor del éter hasta espesarse de distintos modos por condensación, para extenderse debajo del cielo azul en continuo movimiento sin que nada limite al universo por fuera. En esta poética lo que importa es la velocidad de formación de los cuerpos de la materia siempre entrelazados y aglomerados aunque de sólida simplicidad y de velocidad variable en el vacío. Las digresiones continuas que Lucrecio sostiene contra el punto de vista teológico le permiten exponer cómo los átomos con su movimiento, composición y clinamen han creado el mundo y todo lo que hay en él. La gravedad y desviación de los átomos resultan centrales para comprender el movimiento de la materia en su variedad de formas.

El poeta percibe que los elementos primeros de las cosas varían en un número finito de figuras, como finitas son las formas de las nubes aunque nuestra percepción las vea infinitas. Aquellos átomos que forman nubes y nimbos volantes, de número innumerable y de celeridad comprobada, suelen recorrer un espacio indecible con formas limitadas. En el pasaje sobre “La formación de las nubes” (VI, 451- 494) Lucrecio describe nubes altas, medias y bajas, las del alto cielo, las de la estratigrafía media y las que están al alcance del montañista. También describe las formaciones verticales que de improviso pueblan la tierra de nubarrones y tinieblas, conectando las aguas con los poros del éter en una respiración orgánica terrestre.

La física desciende de los altos cielos que cobijan a las diosas de Aristófanes hacia el despliegue de una topografía física en desarrollo vertical, en la que livianas y suaves o densas y potentes se producen las veladuras del sol y la luna o los torrentes y tormentas eléctricas. La superficie de las nubes son envolturas curvas como si fueran una túnica infinitamente doblada. Literalmente y sin metáforas, se trata de un espacio fluente, una desviación móvil dotada de una fidelidad formal estricta. Forman parte de la genealogía de los simulacros, porque son ídolos móviles que emanan de las superficies y de las fuerzas atómicas que las componen. Los contornos de las nubes se deben a su constitución atómica y a las fluctuaciones dinámicas del fenómeno. Las vestiduras móviles de sus formas son los bordes fluctuantes en los que pensaba Lucrecio y que culminaron definiendo una larga tradición de la iconografía al imaginar el cielo como un sistema de pliegues entre sólidos y sutiles.

Lucrecio enseñó en el nacimiento de la física a ligar la percepción de los simulacros a la infinidad de envolturas que se desprenden de lo que se ve. Cada forma se convierte en fuente de infinidad de envolventes plegadas y desplegadas al infinito, para sostener que todo, y en especial las nubes, se ha producido a partir de un torbellino o una espiral, porque es la turbulencia como tal la que se convierte en emisora de todas las envolventes formales en variación continua.

Gerhard Richter, Atlas, 1970

Gerhard Richter, Atlas, 1970

 

 

5. De los cielos medios. La poética de los nimbostratos

 

Gerhard Richter, Atlas, 1970

Gerhard Richter, Atlas, 1970

 

Los nimbostratos son capas nubosas que la ciencia describe como mantos estables que ocultan el sol y provocan las precipitaciones continuas e intermitentes. Hölderlin las mira y escribe que mantienen a los hombres en “intimidad con los dioses sin verles la cara”. Se distinguen de los altoestratos porque éstas forman un manto que opaca el sol sin producir lluvias provocando la corona solar y lunar y de los altocúmulos que forman glóbulos sin producir precipitaciones. Las nubes medias han atrapado a pintores y poetas porque revelan tanto como ocultan.

Mirar las nubes ha sido para mí un momento de vida entre dos silencios. Cualquier narrativa comienza por el medio de las cosas, más aún cuando intento decir algo sobre las formaciones celestes. Se trata de un instante de tiempo que ya no rima con el tiempo cronológico de las utilidades porque no tiene lugar la mirada en ninguna trama trivial conforme al llamado de la ley. La gramática para el lenguaje es tan peligrosa como el agua para quien está a punto de ahogarse. Los pensadores morales antiguos saben que como el odio, el agua no tiene casa sino que apenas fabrica movimiento. Los hombres con miedo al agua están pre-ahogados, aquellos con amor al movimiento fluido se convertirán en nadadores. Nunca accedí a las nubes sin el agua que las forma, tal vez porque aprendí de Wittgenstein que los asuntos radicales entre la percepción y el lenguaje deben ser abordados de modo lateral.

Creo haber leído, en algún pasaje de un libro de fragmentos que no recuerdo, que “en la historia del mundo la tragedia comenzó en el momento en el que el metal pasó a tener mayor importancia que el agua y los libros”. Es una constatación técnica y por lo tanto una filosofía. En los tiempos antiguos solo se consideraban “noticias”, a aquellos acontecimientos que los ojos veían en directo y los dedos podían tocar. Todo el resto eran mitos. En todos los pueblos antiguos, pero en particular en los griegos, hay una parte femenina, y curiosamente, era asignada a las nubes. Podremos considerar que la imaginación y la mentira no son defectos de la realidad o de la verdad. La realidad, como indica la radicalidad de un romántico en la voz de Novalis, no es más que un accidente salido de la imaginación y la verdad no pasa de otro accidente nacido de mentiras.

Será por ello que la cultura disciplinaria escolar que recuerdo me llamaba por mi nombre bajo el imperativo “usted, está en las nubes”. Tal vez este sea el momento de responder: comprendí escapándome por la ventana del aula que la forma de las diversas sustancias del mundo es una y única aunque múltiple y diversa. La infancia me enseñó aquella poética de René Crevel al huir del aula por el cenit. Por las nubes comprendí el mundo en su flexibilidad y transfiguración material. La fluidez de las nubes inundó mi infancia, la impregnó y aireó como a mi cuerpo entero, porque al verlas todos los órganos entran en trance, por esa flexibilidad cercana a la transfiguración tan necesaria para acceder al acto de creación.

De los ángeles en la iconografía medieval a los carnales querubines de la imaginería barroca se produce una transformación en la que persiste una imagen transparente, que aparece y desaparece, bastante fiel a un fuego incandescente hasta transfigurarse en un cuerpo rollizo más sólido que volátil. Tal conversión de los cuerpos angélicos se produce sobre nubes que se desplazan de un suelo sólido pleno de jerarquías a un torbellino vertiginoso de una materia tan líquida como envolvente. Siempre me ha parecido que la metamorfosis del cuerpo de los ángeles va acompañada en la iconografía de la transfiguración de las nubes.

De este modo aprendí la lección a cielo abierto, habrá que elegir entre la especie o el alma, entre la pertenencia a la pulsión o la inteligencia sutil. Parece no haber término medio, o bien una metamorfosis móvil bajo un proceso flexible, o bien una posición estable unida al destino de sus avatares. Entre el cuerpo de articulaciones blandas de la niñez y el cuerpo endurecido que la muerte solidifica en el proceso vital, entre el gesto flexible y la rigidez helada, las nubes en la estratigrafía celeste narran tragedias mortales escritas sobre su forma y disposición. El arte de conocer por el cuerpo siempre ha necesitado de fábulas talladas o pintadas en las transformaciones celestes. Aristófanes escribió la suya con la máscara de la comedia. Ovidio fundió su metamorfosis como un astrónomo. Lucrecio hizo la propia, como un especialista en poéticas físicas de trombas y nimbos volantes.

Muchos han comenzado mirando las nubes: el monje inspirado por la ley de su formación divina; el pintor por las variaciones de sus formas, colores y procedencias; el historiador por el acontecimiento del que participaron impasibles; el poeta por la cercana intimidad con los dioses sin tener que verles la cara; el científico por las funciones de un campo de fuerzas energéticas que forman las tendencias atmosféricas; el filósofo porque siguiéndolas persigue a través de ellas una distribución de los tiempos. Nietzsche primero, y luego Artaud, me convencieron que aquello que asusta en el mundo son las fuerzas impasibles que obran de manera invisible sobre los cuerpos, aquellas fuerzas brutales con las formas de las furias trágicas o de los coros de la comedia, como las que se gestan entre el viento y las lluvias, entre el rayo y los torbellinos.

Los cazatormentas adoran esas fuerzas inhumanas que las nubes fabrican y portan. Los tecnócratas viven pensando en nubes de redes de información que insisten entramadas en un sexto continente virtual. Algunos filósofos lejanos o cercanos creyeron que los pensamientos no son frutos de la tierra sino de las nubes, y a veces, que funcionan como éstas. Acredito que los pensamientos tanto como los cuerpos están a merced de empujones y tirones a velocidad variable y son tan profundos como superficiales, porque centro y superficie son, para el pensamiento, de la misma clase. Aristófanes vio diosas que perciben el obrar de los mortales y Lyotard vio formas que proyectan sombras variables según el ángulo desde el que nos acerquemos a ellas. Entre ambos media la larga tradición occidental de la transformación de la geometría y de los juegos de lenguaje que se forjó mirando las nubes.

Gerhard Richter, Atlas, 1970

Gerhard Richter, Atlas, 1970

 

 

6. Epílogo

 

Viola, No sé cómo es que soy

Viola, No sé cómo es que soy

La violencia es más rápida que el límite de velocidad de comprensión de la mirada. Así percibí que el cielo nada tiene de protector como creía Paul Bowles. No ignoramos que la iluminación cuando entra en el agua se tuerce, como la vara parece torcerse. Así lo he visto cruzando los lagos helados de la Patagonia. Los haces de luz se quiebran y las aguas que nado no son distintas a un cielo líquido poblado de nubes. Dylan Thomas me enseñó que la luz no es un metal o que el metal tal vez es una luz más lenta. Las nubes me han atrapado por su velocidad y lentitud, por la diferencia entre dos potenciales, entre el fulgor del trueno y el haz del relámpago. Por aquel acontecimiento miré el cielo como cualquiera y como todo el mundo, y me rendí a sus fuerzas entre el temor y la pregunta.

Gerhard Richter, Atlas, 1970

Gerhard Richter, Atlas, 1970

 


[1] Ensayista. Dr. en Sociología y Dr. en Filosofía y Letras. Director de la Maestría en Estéticas Contemporáneas Latinoamericanas (UNDAV). Autor de Gilles Deleuze. Una filosofía de lo ilimitado en la naturaleza singular, Quadrata-Biblioteca Nacional (2010); Linchamientos. La policía que llevamos dentro (en colaboración), Quadrata (2015); Imágenes del Pueblo (en colaboración), Quadrata (2015); Naufragios. Imágenes de un siglo corto (en prensa) (2016).

 

Lo que se ve, lo que se toca. Por una poética de lo irregular, inestable y en metamorfosis.

 

RESUMEN: Las nubes son la insubordinación de la sustancia y la venganza de la física de los fluidos. Retornamos a una ciencia antigua de los fluidos y las turbulencias tanto como a las fabulaciones míticas y cosmológicas para comprender la atracción de las nubes que han oscilado en la tradición occidental entre el fantasma y la idea. Del mundo antiguo al moderno las nubes orientaron en el pensamiento y la iconografía las batallas entre las virtudes y excesos de la pasión, entre las micro-percepciones de los fenómenos y su constitución atómica. Entre las tradiciones físicas y morales su figura ha tenido el peso de la desconfianza sobre la subjetividad que la contempla porque sus contexturas lábiles y sus concavidades gaseosas, su formación móvil hecha de líquido y sólido y sus formas invadidas por lo hueco, oscilan entre la condensación y la descomposición de la materia en polvo de gotas. Anaxímenes las observó como aire condensado; Aristófanes como impasibles figuras de deidades; Ovidio fundió su metamorfosis como un astrónomo; Lucrecio cinceló su poética como un físico especialista en trombas y nimbos. Tradición que ha legado a monjes, pintores, historiadores, poetas, científicos y filósofos la enseñanza perceptiva que corre de la física antigua hasta Nietzsche, y en la que se sostiene que la felicidad es de la especie de las formaciones móviles, inestables, irregulares y en metamorfosis.

PALABRAS CLAVES: Estética. Poética. Física. Metamorfosis.


O que se vê, o que se toca. Por uma poética do irregular, instável e em metamorfose.

 

 RESUMO: Se décadas atrás, Lyotard identificou a crise de legitimação política e do conhecimento de então como a crise dos grandes relatos, talvez se possa dizer que a crise atual é uma crise do grande Relator: a crise das humanidades seria, assim, parte mais geral da crise do Humano. Diante do Antropoceno, as ciências do homem (as antropologias) têm como um dos seus desafios converterem-se em humanidades, isto é, especular sobre as definições de homem e mundo, descobrindo outras humanidades e mundos. Aqui, a literatura, entendida a partir de Juan José Saer como uma “antropologia especulativa”, pode revelar-se uma linha de fuga: diante do contingenciamento econômico das humanidades, ela apresenta a contingência ecológica desse modelo de mundo.

PALAVRAS-CHAVE: Antropologia. Literatura. Antropoceno. Catástrofe ambiental. Especulação.